COMPLICES O ESPECTADORES
Recientemente un video grabado con el celular donde se observa crudamente la muerte de un joven afro-americano a manos de varios policías en la ciudad de Mineápolis ha dado la vuelta al mundo y a su paso, ha desatado una oleada de protestas que parecen ser, sobre todo en los Estados Unidos, un punto de inflexión importante para las tensiones raciales que si bien jamás estuvieron demasiado lejos de la consciencia colectiva, ahora parecen exacerbarse y exigir la atención de la humanidad.
Durante 8 minutos y 46 segundos la rodilla de uno de los oficiales permaneció sobre el cuello de George Floyd mientras el joven agonizaba, el peso del cuerpo de un hombre sobre otro representando de una manera grotesca el peso de la desigualdad social y su opresión sobre millones de vidas a través de la historia. No es el primer ni último caso de violencia policial ni racial que se registra, ni siquiera el primero en volverse viral en la era de las redes sociales, sin embargo por una serie de razones casi arbitrarias y de coincidencia histórica ha sido el que ha encendido la mecha preñada de gasolina de la indignación mundial.
Si bien el problema racial en los Estados Unidos es un tema conocido e incluso habitual para aquellos que tengan un interés somero en la historia de nuestro vecino del norte, y aunque aún no se sabe si las consecuencias de las protestas actuales efectuarán un cambio social más allá del frenético ciclo noticioso, pareciera que detrás de la indignación evidente y justificada por la injusticia perpetrada por el agente hay algo de la situación captada en video que remarca una problemática humana que va más allá. Algo que enerva corazones dentro y fuera de las fronteras estadounidenses.
El proceder de Derek Chauvin, ahora ex-agente policial y dueño de la rodilla que asfixió a Floyd, es casi irrelevante en la narrativa. Es evidente, ante cualquiera que haya visto el video, que sus acciones han sido de una agresividad y mezquindad sin redención. Sin embargo en la simpleza de culpar a Chauvin se oculta el peligro de ignorar otra amenaza, quizá más insidiosa a nuestra humanidad. En el momento del arresto y durante todo el calvario, hay otros seis policías presentes, presenciando en primera fila un claro abuso de poder, una evidente transgresión de la dignidad de la vida y a todas luces un ataque a la humanidad mas elemental. Aunque evidente y necesario adjudicarle a esta persona una falta de empatía y humanidad tan mortífera, resulta más incómodo pero no por ello menos necesario aceptar que seis personas más, en igualdad de términos y con la autoridad y posibilidad de hacer algo al respecto, no han hecho más que presenciar el acto sin alzar la voz, sin mover un solo dedo en contra de lo evidente. Un hombre ha decidido cruzar una linea mortal y se vuelve un asesino, sin embargo seis personas más con la capacidad de actuar deciden ser espectadores pasivos, y de tal manera nos muestran uno de los puntos mas débiles de la sociedad.
“Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada” enunció célebremente el filósofo Edmund Burke, subrayando el problema de una manera casi estadística.
Justamente aquí yace la incomodidad y la parte más inquietante de tan triste panorama que se nos presenta. Uno puede llegar a términos con la existencia de la maldad, de la inconsciencia y demás características nefarias siempre y cuando se encuentren contenidas en uno o dos individuos irredimibles, pero resulta mucho más terrorífico pensar que colectivamente estamos dispuestos a quedarnos de brazos cruzados y verlo suceder sin hacer nada al respecto, o peor aún, ser parte de ello.
El psicólogo Stanley Milgram en la década de los sesentas se cuestionó porque millones de jóvenes alemanes habían cometido las atrocidades que colectivamente culminaron en la tragedia del holocausto. La respuesta a su experimento no fue muy alentadora. En el seguir órdenes se encuentra la clave psicológica por medio de la cual resulta fácil para el individuo eximirse de la responsabilidad moral de casi cualquier acto. Como los seis policias en Mineapolis, millones de soldados nazis se dijeron a si mismos que lo que estaban haciendo o presenciando era meramente parte de la estructura de mando, era la consecuencia lógica de las órdenes impuestas por sus superiores, que lo que sucedía no era su culpa ni responsabilidad y de tal manera cruzaron lineas que normalmente jamás soñarían en cruzar.
Resulta importante entonces reflexionar sobre el poder de las estructuras sociales sobre nuestras conductas, y reflexionar también sobre la necesidad de examinar nuestros actos y los de nuestro entorno bajo el espejo de la moralidad, y nuestra responsabilidad en la vida cotidiana de alzar la voz ante las injusticias, de no aceptar tácitamente aquello que nos parezca reprobable, y de recuperar y asumir nuestros valores en todas las acciones que tomamos, por más pequeñas que sean. Quizá de esa manera podremos efectuar un cambio minúsculo pero definitivo sobre la sociedad en la que habitamos. Si para que el mal triunfe basta con que los hombres buenos no hagan nada, resulta imperativo que nos mantengamos alerta y estemos dispuestos a actuar, en el momento necesario, sin importar las consecuencias para defender los valores que consideramos esenciales como seres humanos.
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